/ domingo 6 de febrero de 2022
Entre el 22 de diciembre de 1922 y el 4 de enero de 1923, presintiendo su fin y buscando evitar la escisión de su partido, Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, escribe una Carta a lo largo de varios días al XIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Su principal preocupación es convencer a sus colegas para que se aumente el número de miembros del Comité Central y sea separado de la Secretaría General el camarada Stalin, no sólo por su actitud grosera, sino por su intolerancia y excesiva concentración de poder. Es su “testamento político”.
El 29 de abril de 1945, Adolf Hitler dicta el suyo. Inculpa una vez más a los judíos como responsables de la guerra y preconiza que, aún después de los siglos, de las ruinas de la civilización resurgirá el odio contra el “judaísmo internacional y sus secuaces”. Expulsa del Partido a Heinrich Himmler y a Hermann Göring, designando en su lugar como Presidente del Reich y Supremo Comandante de las Fuerzas Armadas a Karl Dönitz y, deseando otorgarle al pueblo alemán un gobierno de “hombres honorables”, nombra como “líderes de la nación”, entre otros, a Goebbels, Bormann, Seyß-Inquart, Geisler. Schörner, Greim, Hanke, Funk, Backe, Thierack, Scheel, Naumann, Schwerin-Crossigk, Haupfauer, Sur y Ley.
A finales de los 70, se anuncia que habrán de ser dados a conocer documentos secretos en poder del Departamento de Estado de Washington en los que obran confidencias que hizo “Il Duce” a un sacerdote, el padre Eusebio, entre las que destacan su correspondencia con Churchill, secretos de la bomba atómica, sus ideas del proceso de Verona, de la cuestión hebraica y sobre los partisanos. Antes, en 1947, Indro Montanelli novelizará un presunto “testamento político” en su obra “Il buonuomo Mussolini”, donde presentará a un líder que se “sacrificó” para salvar a su Patria. En 1948, Cabella proclamará como “testamento” la última entrevista que “Il Duce” le concedió. Sí, no podía ser de otra forma: hasta en su “testamento” Mussolini fue una trágica opereta.
El 3 de septiembre de 1973, Juan Domingo Perón publica su “Modelo Argentino para un proyecto nacional”, al que declara testamento político. El 20 de noviembre de 1975, fallece Francisco Behamonde. La última voluntad de Franco es pedir a los españoles ser leales al rey Juan Carlos de Borbón a quien nombra su sucesor. A la muerte de Augusto Pinochet, se abre su testamento político. En él se “lamenta” de la acción del 11 de septiembre de 1973 y aunque se dice “orgulloso” de su obra, declara que, de repetirse, habría querido mayor sabiduría. En diciembre de 2012, Hugo Chávez públicamente hará lo propio, sólo que en su caso nombrará en vida como sucesor, de viva voz, a Nicolás Maduro. Pero la lista de mandatarios que han recurrido a esta figura es amplia; no se reduce a estos casos y menos a la época contemporánea. Múltiples han sido los líderes que han dejado testamentos políticos a lo largo de la historia. Uno de los más relevantes: Augusto en la Roma imperial, cuya muerte tuvo lugar el 19 de agosto del año 14 d.C., y en cuyo testamento encontramos protoelementos que serán una constante de este tipo de documentos: ser una justificación plena de sus respectivas políticas; consolidar su “auctoritas” en el ánimo popular y servir de vehículo ideológico para la legitimación de su gobierno.
¿Por qué los dictadores recurren a ellos? Porque los anima el poderoso deseo de trascender más allá de su momento, garantizando la “continuidad” de su régimen, aunque en el fondo saben que sin su presencia el destino político de sus respectivas naciones tomaría otro rumbo, de ahí que más allá de ser documentos de carácter jurídico, son más de corte simbólico-ideológico. Sí, todos ellos han tenido miedo, mucho, de que todo lo que han “construido”, de golpe, se venga abajo, pues tienen la plena conciencia de que sus cimientos son endebles y no resistirían, por sí solos, el avance participativo, libre, de sus respectivos conglomerados sociales. De ahí el temor, el pánico compartido de los líderes, sobre todo populistas, frente a lo que pueda proclamar la voz de la democracia, pero creer que un pueblo será incapaz de gobernarse en un futuro sin su “guía”, no sólo violenta los principios democráticos básicos: es la mayor afrenta contra la soberanía popular.
En el caso de López Obrador, éste se ha dicho situado en la antípoda de lo que en su momento representaron los más grandes dictadores de la historia contemporánea y, sobre todo, de lo que representaron Porfirio Díaz o cualquiera de los virreyes de la época colonial. Sin embargo, como es propio de todas las antípodas, éstas se tocan y el que haya comunicado el pasado 19 de enero al pueblo de México que ya tiene elaborado su “testamento político” constituye una evidencia más de su afán autoritario por trascender ultraterrenamente. ¿Importa conocer su contenido? En realidad, no. Todos estos documentos han sido, tarde o temprano, palabras que se pierden en la posteridad. En la historia hubo sólo un líder que venció estando ya muerto. Su nombre: El Cid.
bettyzanoll @gmail.comu0009u0009u0009@BettyZanolli
Entre el 22 de diciembre de 1922 y el 4 de enero de 1923, presintiendo su fin y buscando evitar la escisión de su partido, Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, escribe una Carta a lo largo de varios días al XIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Su principal preocupación es convencer a sus colegas para que se aumente el número de miembros del Comité Central y sea separado de la Secretaría General el camarada Stalin, no sólo por su actitud grosera, sino por su intolerancia y excesiva concentración de poder. Es su “testamento político”.
El 29 de abril de 1945, Adolf Hitler dicta el suyo. Inculpa una vez más a los judíos como responsables de la guerra y preconiza que, aún después de los siglos, de las ruinas de la civilización resurgirá el odio contra el “judaísmo internacional y sus secuaces”. Expulsa del Partido a Heinrich Himmler y a Hermann Göring, designando en su lugar como Presidente del Reich y Supremo Comandante de las Fuerzas Armadas a Karl Dönitz y, deseando otorgarle al pueblo alemán un gobierno de “hombres honorables”, nombra como “líderes de la nación”, entre otros, a Goebbels, Bormann, Seyß-Inquart, Geisler. Schörner, Greim, Hanke, Funk, Backe, Thierack, Scheel, Naumann, Schwerin-Crossigk, Haupfauer, Sur y Ley.
A finales de los 70, se anuncia que habrán de ser dados a conocer documentos secretos en poder del Departamento de Estado de Washington en los que obran confidencias que hizo “Il Duce” a un sacerdote, el padre Eusebio, entre las que destacan su correspondencia con Churchill, secretos de la bomba atómica, sus ideas del proceso de Verona, de la cuestión hebraica y sobre los partisanos. Antes, en 1947, Indro Montanelli novelizará un presunto “testamento político” en su obra “Il buonuomo Mussolini”, donde presentará a un líder que se “sacrificó” para salvar a su Patria. En 1948, Cabella proclamará como “testamento” la última entrevista que “Il Duce” le concedió. Sí, no podía ser de otra forma: hasta en su “testamento” Mussolini fue una trágica opereta.
El 3 de septiembre de 1973, Juan Domingo Perón publica su “Modelo Argentino para un proyecto nacional”, al que declara testamento político. El 20 de noviembre de 1975, fallece Francisco Behamonde. La última voluntad de Franco es pedir a los españoles ser leales al rey Juan Carlos de Borbón a quien nombra su sucesor. A la muerte de Augusto Pinochet, se abre su testamento político. En él se “lamenta” de la acción del 11 de septiembre de 1973 y aunque se dice “orgulloso” de su obra, declara que, de repetirse, habría querido mayor sabiduría. En diciembre de 2012, Hugo Chávez públicamente hará lo propio, sólo que en su caso nombrará en vida como sucesor, de viva voz, a Nicolás Maduro. Pero la lista de mandatarios que han recurrido a esta figura es amplia; no se reduce a estos casos y menos a la época contemporánea. Múltiples han sido los líderes que han dejado testamentos políticos a lo largo de la historia. Uno de los más relevantes: Augusto en la Roma imperial, cuya muerte tuvo lugar el 19 de agosto del año 14 d.C., y en cuyo testamento encontramos protoelementos que serán una constante de este tipo de documentos: ser una justificación plena de sus respectivas políticas; consolidar su “auctoritas” en el ánimo popular y servir de vehículo ideológico para la legitimación de su gobierno.
¿Por qué los dictadores recurren a ellos? Porque los anima el poderoso deseo de trascender más allá de su momento, garantizando la “continuidad” de su régimen, aunque en el fondo saben que sin su presencia el destino político de sus respectivas naciones tomaría otro rumbo, de ahí que más allá de ser documentos de carácter jurídico, son más de corte simbólico-ideológico. Sí, todos ellos han tenido miedo, mucho, de que todo lo que han “construido”, de golpe, se venga abajo, pues tienen la plena conciencia de que sus cimientos son endebles y no resistirían, por sí solos, el avance participativo, libre, de sus respectivos conglomerados sociales. De ahí el temor, el pánico compartido de los líderes, sobre todo populistas, frente a lo que pueda proclamar la voz de la democracia, pero creer que un pueblo será incapaz de gobernarse en un futuro sin su “guía”, no sólo violenta los principios democráticos básicos: es la mayor afrenta contra la soberanía popular.
En el caso de López Obrador, éste se ha dicho situado en la antípoda de lo que en su momento representaron los más grandes dictadores de la historia contemporánea y, sobre todo, de lo que representaron Porfirio Díaz o cualquiera de los virreyes de la época colonial. Sin embargo, como es propio de todas las antípodas, éstas se tocan y el que haya comunicado el pasado 19 de enero al pueblo de México que ya tiene elaborado su “testamento político” constituye una evidencia más de su afán autoritario por trascender ultraterrenamente. ¿Importa conocer su contenido? En realidad, no. Todos estos documentos han sido, tarde o temprano, palabras que se pierden en la posteridad. En la historia hubo sólo un líder que venció estando ya muerto. Su nombre: El Cid.
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