Arte y cultura

"Estoy todo lo iguana que se puede”: Carlos Pellicer Cámara – El Heraldo de México

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febrero 01, 2022

CULTURA
“Estoy todo lo iguana que se puede” (1966), afirma jubiloso el poeta como si lo comprendiésemos.
Ese es uno de sus más grandes secretos: hacernos cómplices de sus imágenes en caudal, atraparnos en sus significados velados. Marcado por un halo místico, siempre observará las prescripciones de su conciencia, cristiana y compasiva, crítica y caritativa.
Se alzará en guardián de tradiciones que forjan el espíritu del creyente, en la profundidad devocional de la Natividad, a la que entre 1946 y 1976 le dedicara la instalación del Belén, incluyendo sus dotes de pintor, compositor de bulto, maquetista e instalador exquisito, la composición de la letanía rozando la plegaria musical del villancico con Cosillas para el Nacimiento, así estudiadas y antologadas por Gabriel Zaid con auxilio del sobrino artista Carlos Pellicer López. Ante tal derroche de virtudes y habilidades, Xavier Villaurrutia no duda en aseverar en La poesía de los jóvenes de México (1924) que es “el único artista que está capacitado para fundir los elementos de todas las artes”; alma gemela que le publicaría Hora de Junio (1937) en las Ediciones del Hipocampo. Ser abierto a su tiempo, comprometido con su espacio, entregado a su gente: pietista extemporáneo que, con vehemencia inigualable, asumiera como propio el destino de los indios, de los más pobres. Vendedor ambulante de confites y golosinas fabricados por su madre, venía de la estrechez y las carencias, quizá por ello soportaba una y entendía las otras, aún en las amenazas de la prisión (Cuartel de San Diego, Tacubaya, febrero de 1930) que padeciera sin motivo alguno, sólo por ser joven, sólo por ser antagonista de un régimen autoritario e injusto. Fue vasconcelista y por mantener dignamente la identidad original del personaje magnífico al frente de la Universidad Nacional y de la Secretaría de Educación Pública, se distanció sin romper con él, para en una brecha ya insalvable evitar la descalificación y el enfrentamiento con quien abjurara de sus causas y enarbolara las del catolicismo recalcitrante, el nacionalsocialismo y su abierta simpatía por Hitler, el expansionismo estadounidense en el orbe entero, con especial compulsión destructiva en Latinoamérica, entre un rosario de errores imperdonables, reconocidos con notable lucidez por su propio hijo Héctor Vasconcelos. Rehén de la memoria como piedra de toque en la construcción del futuro, ese dios desconocido que se viste de esperanza, viajó al pasado para actualizarlo en la salvaguarda del patrimonio arqueológico, histórico y artístico, habilitándose ni más ni menos que en La Sorbona durante casi un cuatrienio; así se levantaron los museos del Parque La Venta y el Arqueológico de Villahermosa, el del pasado tlahuica (pjiekak’joo: “lo que yo soy”) y anexas en el exconvento de Tepoztlán, el Anahuacalli de Diego Rivera y la Casa Azul de Frida Kahlo. Sin distingos de ninguna clase puso su talento en la vida, con sus turbulencias, y en su obra, con sus epifanías y angustias. Premio Nacional de Literatura y Lingüística 1964. Poeta visual, cronista de los sentidos y el paisaje: “La carcajada de un pájaro, / en esta soledad sin garantías”; amén de voz espiritual atada a la redención por el suplicio del Nazareno, convencido de “la fe elemental del carpintero”: “Y cuerpo en cruz, el corazón abierto / —pájaros de diamante en aire vivo— / brotó y el aire fue el más claro huerto”.
Entre tales polos de su composición frenética, se trata sin duda alguna del más prolífico de los miembros de su generación y por simpatía del propio “grupo sin grupo”, en la expresión atinadísima de Villaurrutia, de Contemporáneos, así agregados por obra y gracias del título de la revista, cantó loas a los héroes, los artistas y las causas; lo mismo Nezahualcóyotl, Simón Bolívar, Ho-Chi-min, José Guadalupe Posada o Amalia Castillo Ledón que el Ché Guevara, Frida Kahlo, Arqueles Vela o Ramón López Velarde, en una lista interminable. Y en cada poema siempre habrá versos untuosos a los paladares más exigentes; en “20 de noviembre” (1973) nos sorprende: “De los huesos de los mártires, / una tarde de verano, después de la lluvia, / siempre hay una mata de maíz que nos dice, / ¿por qué de todas nosotras / solamente unas cuantas se quedan aquí?”. Portento respetado y amado por propios y extraños, en sus letras y sus actitudes, es retratado por Octavio Paz, quien fuera su alumno en 1931 de literatura hispanoamericana en San Ildefonso, en Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano (Obras Completas, volumen 4, FCE, p. 69): “A él le debo haber leído con devoción a Leopoldo Lugones y a otros poetas sudamericanos. Al terminar la clase, nos paseábamos por los corredores del Colegio y a veces lo visitábamos en su casa de las Lomas de Chapultepec. Los relatos exaltados y pintorescos de sus viajes por América del Sur, Europa y el Cercano Oriente, me abrieron los ojos y la sensibilidad. El mundo natural y el del arte, ríos y valles, templos y estatuas, volcanes y catedrales, desiertos y ruinas entraron por mis ojos y mis orejas con un rumor que no es exagerado llamar luminoso. Oleadas de luz, oleadas del tiempo que hace y deshace a un monte o a una ciudad. En los poemas de Pellicer oí hablar por primera vez al mar y su discurso, alternativamente azul y blanco, negro y dorado, todavía retumba en mi cráneo”. De honda sabiduría, anclada en el desprendimiento franciscano, este auténtico tlacuilo, el que escribe pintando o el que pinta escribiendo, frente al intelectualismo extranjerizante “prefirió una sensualidad ávida de las ofrendas del mundo”, siendo un “poeta de paisajes maravillosos más que de poemas perfectos”, en la opinión de José Luis Martínez (“La obra de Carlos Pellicer”, en Los Contemporáneos en el laberinto de la crítica, El Colegio de México, p. 45).
Fallece octogenario como Senador por la República a los pocos meses de haber sido electo. Y como el arcángel Rafael “tomó sus alas y salió al camino” (Práctica de vuelo, 1956), hallando reposo eterno en la Rotonda de las Personas Ilustres. 
Por Luis Ignacio Sáinz
PAL

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